sábado, 5 de enero de 2013

Fin de año


31 de diciembre del 2012
Hoy L se encontró con el mar.
Desde que nació se ha metido al mar. En mis brazos, luego abrazado de mi cuello, luego de mi mano y alguna vez, el verano pasado  conmigo al lado, ya suelto pero siempre con la seguridad de mi presencia a pocos centímetros.
Hoy no me necesitó.
Se encontró con C, un niño un par de años mayor, sólo en la playa, como él, que al no tener compañía para pasar la mañana, prefirió pasarla con el pequeño de cinco (casi seis) que lo miraba con ojos de admiración y juego. C, como buen norteño, conocía el mar. Conocía su dinámica y como incorporarse a ella, porque de eso se trata finalmente. Acá en Zorritos, y alguna vez yo (también de seis) lo aprendí a punta de revolcones, la marea tiene rachas cortas y bruscas de seis o siete olas grandes, y luego remansos de doce o quince tumbos. Cuando la ola está grande no se puede luchar contra ella, ni tratar de escaparse, si la ola grande te agarra adentro hay que someterse a ella, sumergirse, sacar la cabeza para tomar aire, agarrar piso y esperar a la siguiente. Luego viene el periodo de calma en el que uno siente que domina el agua y que no hay ningún peligro, en ese momento solo se disfruta, poco después viene la ola grande otra vez.
Pero lo que hace de éste un mar especial es que es como una buena madre: incluso si le pierdes el respeto y pretendes rebelarte a sus leyes su castigo es firme pero amoroso, te revuelca pero te deja salir a tiempo para respirar, sacudirte el susto y reírte del remesón. Eso sí, a la siguiente racha no te atreverás a desobedecer.
Sin necesidad de explicaciones C le enseño a L todo esto, solo con su manera de zambullirse, un par de gritos indescifrables y agarrando su mano cada vez que fue necesario; su comunicación durante las horas que pasaron jugando era totalmente no verbal y sorprendentemente efectiva; al cabo de un rato L sabía todo lo que tenía que saber para entrar un poco más adentro. Quedaba todavía una barrera que atravesar, y debo confesar que yo, bien sentada bajo mi sombrilla y con mi cámara en mano, rogaba internamente para que esa barrera siguiera firme. “Todavía no” pensaba, “todavía es muy pequeño”, “No te atrevas Lorenzo”.  El mismo sentimiento que tuve cuando lo cargue por primera vez, el mismo que tendré, seguramente cada vez que lo vea enfrentarse a nuevas mareas en su vida: miedo. Miedo inmenso gigante aterrador paralizante miedo horrible. Entonces vino una ola grande, bien grande, “se te para el corazón y contienes la respiración-grande”. Un segundo antes de que la ola cayera sobre él, lo miré, vi el miedo en sus ojos y en cada músculo de su cuerpo, y también vi fuerza. La ola gigante lo revolcó. Por varios segundos mi hijo fue un borrón negro en medio de un montón de espuma blanca. Miedo incalculable. Entonces su cara apareció, resoplando agua, con los ojos cerrados con fuerza y el pelo totalmente enarenado, la cara de un revolcado. L tomo aire, se paró, plantó bien los pies en la arena, abrió los ojos y lanzo una carcajada gigante, más grande que el miedo, salió hasta la orilla fuera del peligro y bailó y saltó de alegría. En ese instante mi miedo, el sentimiento que me asalta cuando pienso en la fragilidad de L frente al mundo, desapareció. Exactamente igual al momento en que lo cargué por primera vez, una vez que sus ojos se encontraron con los míos el miedo inicial desapareció y fue remplazado por una emoción, más orgánica, más poderosa, posiblemente menos racional, pero más verdadera: confianza. Confianza en el poder de ese ser y confianza de su lugar en el mundo. Esa emoción difícil de explicar llegó hace casi seis años y me dio muchísima paz.
Una vez que se dio cuenta de que un revolcón no es más que un revolcón, y que hasta divertido resulta, L se entregó al placer del agua como un pequeño delfín.  Un rato después C se cansó del mar y desapareció sin que yo le pudiera agradecer la tremenda lección que nos había dado y luego de unos minutos me tuve que acercar a la orilla para casi arrastrar a un arrugado niño mío hasta su toalla.
Se termina el año.
No se acabó el mundo y nos preguntamos ¿Por qué no,  si lo estamos haciendo añicos? Todo el mundo quiere comer comida peruana pero no todos los peruanos podemos comer, o estudiar, o ir a la playa de vacaciones. Hay muchas tareas para el 2013, hay mucho trabajo que hacer. Y lo más importante sigue siendo, para mí, remplazar ese miedo que aparece cuando pienso demasiado; remplazarlo con esa fe, esa confianza que existe cuando solo siento y percibo y estoy y soy. Llenarme de esa emoción para seguir viendo a L encontrarse con el mar, con la primaria, con la pena, con el mundo, con la vida y reírme con él cuándo se pare después de cada revolcón más fuerte. Más  feliz.
Un buen nuevo año para todos.

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