miércoles, 27 de junio de 2012

SACI: Síndrome de Abstinencia de Comunicación Inmediata


Me quedé sin celular.(Todo va a estar bien, todo va a estar bien, todo va a estar bien....)
Me bajé del taxi creyendo que el aparatejo se había deslizado, como siempre, de mi mano al bolsillo interno de la cartera. Precavida, di una ultima mirada al asiento trasero del Tico blanco y lo único que vi fue un asiento trasero pero ahí quedaba, camuflado por su elegante color negro mate: mi celular, mi terminal comunicativo, el hipotálamo de mi vida social y profesional, mi aleph personalizado. Se quedó, lo abandone. Y ahora? a raspar el fondo de todos los chanchitos para reponerlo lo antes posible, antes de perder demasiadas llamadas, alertas, mensajes, chats, watsaps,o cualquiera de "esos" que se invente en las próximas 72 horas, y mientras tanto? a conectarse a internet cada vez que se pueda, desde la pantalla que esté más a la mano, a revisar distraidamente la cartera cada pocos minutos para encontrar nada más que su ausencia, a reducir el contacto con el mundo y concentrar la atención en un solo mensaje a la vez! o a veces en ninguno!! A tener que escuchar a la gente mirándola a la cara-A decir las cosas con palabras en lugar de usar caritas con gestos diversos- A no saber a cada instante donde está cada uno y en que está ocupando su tiempo.
Maldito SACI! Maldito seas! Mi cuerpo reacciona. Mis dedos teclean el aire, mis pupilas se enfocan en una pantalla que ya no existe y mi ansiedad se eleva a niveles insospechados mientras pienso en todo lo que NO estoy "sabiendo" a tiempo real, mientras pienso que en alguno de esos mensajes que NO estoy recibiendo contiene quizás, la razón de mi existencia? el amor verdadero? el secreto de la trascendencia del alma? 
Me conecto a otras pantallas, insulsos placebos, y pretendo regresar a la normalidad usando un teléfono fijo, que ni siquiera tiene la decencia de ser inalámbrico. Y sufro pensando en todo lo perdido. Números de contacto, fotos, música, años de acumulación virtual sin backup y sin esperanza. Todo está perdido... Todo. El Sindrome de abstinencia en todo su esplendor.
Entonces viene L y me dice "léeme un cuento".
Me arrastro a su cama y me echo a su lado, huele a shampo y a pijama, su pelo esta húmedo y ha prendido su lamparita de noche, me pone en las manos un libro sobre dinosaurios ( el favorito de la semana) y bajo la cabeza una almohada naranja y otra en forma de ballena. "Lee". L respira, lentamente, placido, respiración de nueve de la noche (todo está bien, todo está bien, todo está bien...) Leo, L se recuesta en mi hombro. De niña me metía debajo de la sábana con una linterna (una linterna de verdad, no de celular) y leía "Mujercitas" de un tirón, en una noche, la novela completa, y todo mi ser se concentraba en cada letra, una por una y momento a momento. Letras en un papel, hojas que se prenden entre los dedos, olor a libro, a shampo y a pijama. Me entero de cosas muy interesantes sobre los dinosaurios, cosas que no se sabían cuando yo era niña, cada vez existieron más dinosaurios. L me escucha atento, a veces pregunta, a veces me corrige. Al rato se voltea y me da la espalda, eso significa "suficiente, ya puedo dormir, gracias" y yo me quedo echada en un pedacito de su cama mirando al techo. En el techo hay estrellas y planetas fosforescentes que se encienden al apagar las luces. Se ven exactamente igual a la platea de un teatro vista desde arriba, varias lucecitas en la oscuridad, varias pantallitas en la oscuridad que se resisten a apagarse, varios seres aterrados ante la perspectiva de desconectar... ¿ante la incapacidad de conectar?
L duerme, me imagino que está soñando con dinosaurios de colores. Los dinosaurios no tenían celulares. Todo va a estar bien, todo está bien, todo está bien.


viernes, 22 de junio de 2012

El delicado arte de convivir con una extraña

"Una vez que tienes un hijo tu vida no vuelve a ser la misma", una frase repetida tantas veces que ya casi perdió sentido (como cuando repetimos zanahoria zanahoria zanahoria zanahoria...), y tan cierta.
Antes de que naciera L yo era mujer, peruana-limeña, comunicadora (en el pasaporte), teatrista y teatrera, hija, amiga, hermana, novia (eventualmente), y algunas etiquetas más; que, con mucha gracia y salero lograba malabarear para no frustrar los impulsos iniciales que me habían llevado a ser tantas cosas. 
A la llegada de L me convertí en madre. Y todo lo demás se volvió secundario. Y no es algo que suceda porque de pronto parimos y decidimos que que lindo dedicarse únicamente al hijo, no. Es bien concreto: o reduces/eliminas  la dedicación a todos los otros roles que cumples en la vida o pones en riesgo la supervivencia y/o bienestar de tu cachorro. Punto. Entonces, si realmente quieres mantener a flote alguna de las etiquetas que antes ostentabas necesitas ayuda. Una manada, o como le llamamos nosotros, una familia. Empiezas a construir un sistema de soporte que te permita invertir una porción de tu tiempo (y tu esfuerzo) en todo lo demás, nunca como antes (menos horas de sueño, más ojeras, menos tiempos de ocio y el reclamo constante de tus amigos aun "multifacéticos") pero por lo menos de manera aceptable. Y por supuesto la familia viene en diferentes modelos y colores pero casi siempre está compuesta de individuos que- o sorpresa!- también tienen una vida propia, entonces llegas al punto inevitable (casi siempre) de buscar ayuda en alguien más.  
¿Alguien más? Una... ¿Nana? ¿"Mujer que cría de sus pechos a una criatura ajena"?
Yo nunca tuve una Nana, mi mama contrataba a una mujer que entre otras cosas, como cocinar, limpiar o lavar, se encargaba de que mis hermanos y yo no nos diéramos de cabezazos contra el suelo o de que nos laváramos los dientes por lo menos una vez al día, pero su presencia no era permanente. De ninguna manera nos iba a "cuidar" exclusivamente a nosotros, ella trabajaba en la casa. De ninguna manera iba a acompañarnos al cumpleaños de algún amigo, eso lo hacia mi mamá y si ella no podía pues no íbamos. De ningunisima manera se nos hubiera ocurrido decir: ella es mi nana. Era una amiga, un poco mayor, a la que había que hacerle caso o se enteraba la mamá. Y se llamaba Jacky, o Kasilda, o Nancy.
Las cosas han cambiado, lo sé. Algunas cosas han cambiado para bien. Las leyes y regulaciones laborales ya reconocen y protegen el trabajo de las empleadas del hogar (siempre que la empleadora sea consciente y la empleada conozca sus derechos). Hay otras cosas que no han cambiado, todavía le pagamos más al pata que nos repara la refrigeradora que a la mujer que se encarga de cuidar, proteger y criar a nuestros hijos. Todavía mantenemos ese tufillo colonial cuando nos referimos a quien mantiene nuestra casa limpia. ¿Nos sentamos a la mesa con ella?¿Sabemos quién se ocupa de su prole mientras ella se ocupa de la nuestra? Y todavía, por supuesto, es una extraña en la casa, existen notables excepciones, pero casi siempre es una extraña a la que no nos interesa conocer. Y aquí viene el asunto: ella está educando a nuestro cachorro, y en los casos mas extremos, ella SOLA está educando a nuestro cachorro. Y es su voz la que lo arrulla y su olor el que él reconoce como familiar y su corazón el que le marca el paso, y luego, unos años después, nuestro cachorro va a recibir (ojala no de parte nuestra) el mensaje inequívoco que le da nuestra ciudad: Esa voz, ese olor y ese corazón son menos buenos. Esa persona a la que amaste y que te amo de niño, es inferior,  y voila! nuestro cachorro se convirtió en un confundido y acomplejado limeño más.  
Entonces? 
La señora J que trabajó en mi casa por casi un año, que construyó una relación con mi hijo en base a esfuerzo, constancia y cariño; la única testigo de miles de horas en las que yo andaba por otro lado, priorizando otras etiquetas; decidió un buen día no regresar, sin previo aviso, sin ninguna explicación, sin decir chau y sin devolver la llave.
Entonces?
Entonces, una vez más, en la búsqueda de la perfecta extraña. Una extraña entrañable, que lea cuentos y corrija y ponga limites con amor, y cocine y limpie y sepa coser y sepa bordar y sepa abrir la puerta para jugar. Que me permita ser un poquito de todas las cosas que quiero ser, y que, ojala, tenga entre sus propias etiquetas la de amiga y cuidadora del hijo de esa chica de la casa en la que trabajo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Y así pasaron diez años...

Pasaron diez años "como quien no quiere la cosa" y la Universidad no me suelta. Ahora del otro lado del pupitre, dando la espalda a la pizarra, en el desgraciado limbo al que pertenecemos aquellos que no nos mandamos a hacer la tesis, ostentando el, nada elegante y poco respetable título de "JP".
Entonces cada cuatro semanas me detengo y me pregunto: ¿Te gusta esto o lo haces para tener una entrada de dinero fija que te permita pagar las cuentas?... y cada cuatro semanas, para mi sorpresa, me respondo: Las dos cosas.
El ejercicio de acompañar una clase (de la misma manera que acompañar el crecimiento de un hijo) puede ser un cruel recordatorio del paso del tiempo. No digo "enseñar" porque no me gusta otorgarme la responsabilidad de enseñarle nada a nadie (¿quien soy yo para hacer eso?) y porque en estos diez años si algo he entendido es que nadie aprende (aprehende) escuchando a otro, sino reflejando la experiencia y visión de otros en si mismo, por tanto: acompaño (y cada vez mas seguido cuento  anécdotas) a mis alumnos y en nuestros seis (en realidad tres y medio, aunque a ellos les cobren seis) meses por semestre, los veo hacerse de una cantidad importante de "información" que luego la vida se encargará de ordenar en su cerebro y en su corazón.
"Lo mismo hice yo hace un poco mas de diez años" "¡DIEZ años!" y realmente cierro los ojos y espero por un segundo abrirlos y ver las caras de mis compañeros de promo en esa rotonda, las fachas de universitarios-artistas-nosvestimosasiporquetrabajamosconelcuerpo, repasando letra de alguna escena, organizando algún trabajo o-y esto debe de haber desesperado a todas las buenas almas que tuvieron la dudosa suerte de compartir el pabellón "Z" con nosotros- estirando las articulaciones o calentando las "cuerdas vocales" (todas queríamos ser nuestra maestra de Expresión Oral y corporal) en el medio del pasadizo. Y creyendo. Porque sin importar los estigmas y las frases hechas y las advertencias paternas, que tuve la suerte de nunca escuchar, nosotros creíamos. Teníamos fe. En el teatro, en nosotros, en el medio que pronto seria nuestro, en el país. Así salimos a la "vida" y avanzamos (bien juntos al comienzo, y con el paso de los años, cada uno por su propio camino pero sin perdernos de vista) y si bien nunca me soltó la Universidad (nunca en estos diez años dejé de viajar hasta San Miguel al menos una vez por semana) recién hace muy poco tiempo me reconozco mas "docente" que estudiante. Ahora sí me veo como se veían mis profesores! Y cuando aparece esa fe "ciega" en alguno de mis alumnos, esa mezcla de ilusión, pasión e ingenuidad; y me doy cuenta de que ya no habita en mi, por lo menos no de la misma manera, se ha transformado, es la fuerza motora de casi todo lo que hago y tema para toda una entrada seguramente, pero ya no es Fe y ya no es " ciega", ya creció. Ya llegó a la edad de la "razón".
A veces escucho hablar a algún alumno y  me da la sensación de que en algún momento entre esa rotonda de hace diez años y ahora, alguien me robo algo.